agosto 14, 2014

"Izquierda/Derecha", por Jean-Luc Nancy

PICICA: "Es bastante bello ese mínimo accidente de la historia que hizo ocupar la derecha o la izquierda de la tribuna presidencial a los grupos o familias políticas que el mundo entero designa hoy en día de esta manera. Es bello en su contingencia el que parezca haberse extendido a regiones de la vida colectiva aquello que no es más que la propiedad disimétrica de cuerpos humanos cuyas manos no se superponen y cuyo corazón, habitualmente, está a la izquierda, y el hígado a la derecha. Sin duda hay filiaciones entre la anatomía simbólica y la disparidad del espacio desde que en él se ubica un sujeto; más bien, desde que se le considera a él mismo como sujeto. Es una cuestión conocida y muy documentada. Sin duda, no ha dejado de sugerir posibilidades a los cosmofísicos de nuestro tiempo.
Lo anterior no pretende ser una especie de aperitivo [mignardise de hors-d’œuvre]. Al igual que el adelante y el atrás, lo vertical y lo horizontal, el cerca y el lejos son nociones saturadas de implicaciones, de valores y de desarrollos considerables, también el aparentemente más modesto “izquierda-derecha” esconde tal vez más de lo que 220 años de uso político nos han habituado a pensar." 

Izquierda/Derecha

Jean-Luc Nancy
Traducción de Felipe Kong Aránguiz 

Publicado originalmente en el sitio Strass de la philosophie 





1*
Es bastante bello ese mínimo accidente de la historia que hizo ocupar la derecha o la izquierda de la tribuna presidencial a los grupos o familias políticas que el mundo entero designa hoy en día de esta manera. Es bello en su contingencia el que parezca haberse extendido a regiones de la vida colectiva aquello que no es más que la propiedad disimétrica de cuerpos humanos cuyas manos no se superponen y cuyo corazón, habitualmente, está a la izquierda, y el hígado a la derecha. Sin duda hay filiaciones entre la anatomía simbólica y la disparidad del espacio desde que en él se ubica un sujeto; más bien, desde que se le considera a él mismo como sujeto. Es una cuestión conocida y muy documentada. Sin duda, no ha dejado de sugerir posibilidades a los cosmofísicos de nuestro tiempo.
Lo anterior no pretende ser una especie de aperitivo [mignardise de hors-d’œuvre]. Al igual que el adelante y el atrás, lo vertical y lo horizontal, el cerca y el lejos son nociones saturadas de implicaciones, de valores y de desarrollos considerables, también el aparentemente más modesto “izquierda-derecha” esconde tal vez más de lo que 220 años de uso político nos han habituado a pensar.
Así Parménides cree saber que en el útero los niños están a la izquierda y las niñas a la derecha, así la palabra latina sinister ha dado luz a la palabra “siniestro” tal como la conocemos. Los augurios etruscos observaban si los pájaros atravesaban su templum de derecha a izquierda o inversamente. En el tarot no se deben sacar las cartas si no es con la mano izquierda. Todas las formas cultuales o culturales de observancia, todas las nociones, fantasías y obsesiones [hantises] que son movidas por la pareja “derecha- izquierda” son de una gran riqueza.
Tal vez no es indiferente que esta amplia genealogía no sea extraña al origen contingente de su acepción política. Cuando los miembros de la Asamblea Constituyente, el 11 de septiembre de 1789, habrían de pronunciarse sobre el punto decisivo de la concesión al Rey de un derecho de veto–derecho del cual es fácil comprender el sentido y la intención– los partidarios del veto fueron a agruparse al lado derecho del estrado presidencial, y los otros se reagruparon a la izquierda. Salvo por raras excepciones, la Nobleza y el Clero fueron a la derecha, y el Tercer Estado a la izquierda. (Es posible que el uso de las reagrupaciones en los Commons británicos haya jugado un rol en esta lateralidad).
La consecuencia de la Revolución ratificó la topología así inaugurada y le abrió una carrera mundial. Ahora bien, el hecho de encontrarse a la derecha de una persona de importancia tiene desde antaño un valor simbólico. Desde la Biblia hasta los protocolos de las cenas privadas, este rasgo puede ser identificado. Otras culturas tal vez lo invierten, pero me asombraría –bajo beneficio de inventario– que haya culturas que no le reserven ningún rasgo simbólico a la pareja “derecha/izquierda”.

2
Pero no es el estudio de esta simbolicidad, ni de sus efectividades en los cuerpos de muchos animales y en otros fenómenos, lo que aquí está en juego. Existe una considerable literatura tanto científica como especulativa sobre la cuestión. Se trata de preguntarse cómo se ha producido este destino, de cualquier modo muy destacable, que ha sobrepasado infinitamente la suerte de otras metáforas o metonimias (como bistro en ruso –¡rápidamente!– vino a ser nuestro bistrot [bar], o como la palabra esquimal anorak que no hace más que metamorfosearse, sin hablar de todos los anglicismos). Tampoco es cuestión de considerar los valores también políticos de los términos de color como rojo, blanco, marrón o verde. Pues si bien “un rojo” podía querer decir en los años 20 “un comunista”, esto se relaciona con una lógica totalmente distinta, y muy antigua, que es la de las insignias, blasones, etc., así como también a los valores y los roles que los colores han jugado siempre en las sociedades.
De  lo  que  se  trata  es  simplemente  de  considerar  que  la  pareja  significante  de  la  lateralidad –derecha/izquierda– ha llegado por sí sola a constituir una conceptualidad perfectamente independiente de sus otros valores. En efecto, he apelado al privilegio que parece haber ennoblecido desde hace tiempo, me atreveré a decir, a la “derecha”, y que ha podido jugar su rol.

Una cosa queda clara: todo pasa sobre un plano. No hay tercera dimensión sino aquella del trono del Rey y de la oficina de la presidencia. Y precisamente está por verse si la cuestión propuesta dejará al Rey en una preeminencia real. El reparto [partage] entre derecha e izquierda transcurre desde su inicio sobre el suelo. Se puede ver allí el emblema de lo que está en juego: el suelo, ese suelo sobre el cual todos estamos de pie, sin monturas, sin posición de dominación ni a hurtadillas en la que hacerse olvidar, sobre el suelo que por primera vez deviene esto que todos pisamos. Y sobre un suelo donde no se desplaza ni por trabajo ni por placer, sino para reagruparse, para afirmarse ser de un mismo lado.

¿Qué es, pues, un lado? Es una cara, un aspecto de un objeto que tiene más de uno (dejamos a los topólogos y a los físicos los objetos unidimensionales). Aquí tenemos dos, en efecto, el derecho y el izquierdo. Sabiendo que los objetos bidimensionales son bastante raros en la naturaleza, ¿cómo es que esto se constituye? Es por la supresión de una tercera dimensión, la elevación, y con ella, podría decirse, de las otras caras o aspectos que pueden formar, que forman ordinariamente, el adelante y el atrás.
El objeto derecha/izquierda en su estado puro no puede ser completado, enriquecido, fecundado por ninguna otra especie de propiedad. Una secuoya, una lombriz, un homo sapiens pueden ser grandes, pequeños, voluminosos, malformados; esto no afecta su derecha/izquierda. Lo que afecta, se ha dicho, es la presencia de un sujeto tal que determina una derecha y una izquierda; por ejemplo el sentido del curso de un río determina su rivera derecha y su rivera izquierda.
Un bote posee una derecha y una izquierda, esto se comprende bien dado que está dispuesto para avanzar por su estrave. Pero los hombres de la tripulación no están cada uno en un momento dado girados en la misma dirección, y para evitar los inconvenientes se ha inventado que la palabra BATERÍA escrita grande sobre la cubierta dará las únicas indicaciones válidas del punto de vista de los lados: “babor” y “estribor” (Para los ingleses, “port” y “starboard” tienen la misma función; para los alemanes, “Backboard” y “Steuerbord”, etc).

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La conquista marítima del mundo a partir de Europa ha sido un proceso de navegación regulada por las direcciones, dadas o presentidas: otro paso a Asia, la posibilidad de tierras nuevas, etc. Ella toma el relevo de lo que habían sido las conquistas imperiales en el Extremo Oriente, alrededor de la cuenca mediterránea, para terminar por Roma, a su vez conquistada y desmembrada.
En todo esto se ha tratado de territorios: sea que un imperio no vea jamás esconderse el sol sobre sus tierras o bien que una baronía tenga una extensión de cuatro cantones, lo importante es que hay territorio, circunscripción y por ende obediencia a la autoridad que reina sobre este territorio. La importancia del territorio está en su extensión, claramente, pero esta extensión por sí misma, y los esfuerzos para incrementarla, se valen ante todo, de manera eminente(para retomar un término del derecho antiguo), a su correlación en todos los puntos a una autoridad dada, sea cual sea su origen (mito, conquista, vasallaje, casi siempre todo a la vez).
Pero he aquí que en 1789 un esquema nuevo se manifiesta: no el territorio (que, ciertamente, no desaparecerá sino que devendrá muy complejo y también bastante inmaterial), no el suelo con su fertilidad, sus ventajas estratégicas y todas sus culturas ancestrales. No el suelo del “país” que es lugar de pertenencia y de valoración, sino más bien el “país” que se considera ante todo como población: a un momento dado, eso que las costumbres feudales determinan como pertenencia y vasallaje a un príncipe ha llegado a transformarse de tal suerte que ha prevalecido la idea de una “nación”, de un “pueblo nacional” que no tiene profundamente pertenencia y vasallaje más que a sí mismo.
Con esta nación se crea un espacio puro en el interior del cual no se encuentran lugares, costumbres, técnicas, sino únicamente posiciones respecto a esta pertenencia y vasallaje en sí misma. Se es de derecha o se es de izquierda a propósito de la misma cosa: digamos, el “bien” de la nación. En régimen de feudalismo, no se puede diferir u oponerse respecto a aquello a lo que se es fiel.
Ahora bien, simplificando mucho, como es necesario hacer a veces, se puede decir que a la derecha se encontraban aquellos que adherían enteramente al modelo de territorio provisto por su autoridad. La “derecha” ha permanecido hasta ahora fiel a eso que la califica como el “lado honorífico”. Cualesquiera que hayan sido las razones, ciertamente muy interesantes de conocer, prácticas mágicas o simbólicas de tal o cual ventaja reconocida a la derecha, lo que nos importa aquí es la filiación –fortuita o no– de la posición más honorable a la posición, esta vez en el sentido del “juicio”, según la cual hay de hecho, o por gracia, por naturaleza o sobrenaturaleza, grados de lo más y lo menos honorable.
La derecha, sea cual sea su especie, no tiende primeramente al poder y al orden. Ella lo hace porque su pensamiento mismo está estructurado por un orden imponente (natural, religioso, poco importa) que se impone por sí mismo. La derecha no es solamente aquella que quiere el orden, la seguridad y el respeto tanto de las leyes como de las costumbres. Ella lo quiere sólo porque responde a la verdad fundamental, cosmológica, ontológica o teológica según la cual este territorio está ahí, esta gente está ahí, estos animales, estas plantas y todo un saber inmemorial de la proveniencia o de la necesidad de ello.
Se podría decir: la derecha implica una metafísica –o como se quiera, una mitología, una ideología– de algo dado, absoluta y primordialmente dado respecto a lo cual nada o muy poco puede cambiarse en lo esencial. La izquierda implica lo inverso: que esto puede y debe cambiarse.
(Paréntesis: dejo de lado aquí la democracia griega, que ciertamente contiene ya elementos importantes del desplazamiento que trato de indicar: lo mismo con Roma, República e Imperio. Pues del punto de vista que nos ocupa no se puede encontrar allí algo parecido a la partición derecha/izquierda, ni en las revueltas de esclavos –que se vieron bastante en los imperios– ni en los conflictos o secesiones en Roma entre la plebe y los patricios).
Hasta 1789, para decir de forma sumaria, han habido todos los enfrentamientos posibles, y los más terribles, entre grupos, pueblos, entre los pueblos o en su seno, entre las legitimidades recibidas y las dominaciones legitimadas. Pero nunca se había tratado de afirmar que habría alguna legitimidad que no debería proceder del “pueblo”, es decir de la gente reunida hasta allí por una pertenencia y un vasallaje que precisamente tienen ahora que responder por su legitimidad.

(Un paréntesis más: Atenas y Roma tenían en su ser político mismo una “religión civil”, es decir la observancia de una suerte de archi-legitimidad que no podía ser puesta en cuestión. En cuanto a la cristiandad, si por una parte el sistema feudal, venido de otra parte, había sabido trenzarse con la obediencia cristiana, en revancha fue descompuesto por la edificación del Estado moderno, es decir justamente aquello que no admite nada encima de él.)

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Ha habido entonces en 1789 –para guardar esta fecha simbólica– una escisión absolutamente nueva: allí donde la legitimidad y por ende la autoridad estaban referidas siempre a un más allá, se volvió exigible que estas sean fundadas aquí mismo. La “derecha” devino el nombre genérico de todas las maneras de reservar un “más allá” (por necesidad llamada “naturaleza”); la izquierda devino el nombre genérico de todas las maneras de buscar la fundación “aquí mismo”. Pero en esta apelación ni la una ni la otra tienen otro referente más que el “lado”. Naturalmente, cada lado propone por sí mismo una justificación totalmente distinta a la lateralidad, pero lo que no puede no llamar la atención es que el léxico derecha/izquierda por sí solo guarda una distribución así.
¿No es esta escisión después de todo sorprendente, cuando se piensa que no ha venido sino después de tres millones de años de existencias humanas? Durante todo este tiempo, siempre ha sido una cuestión de maneras de definir, configurar y gobernar la colectividad, pero jamás ha sido considerado, ni que una colectividad dada se forme por sí misma sin ningún principio superior, ni que la colectividad pueda tendencialmente considerarse como la de todos los hombres. Ahora bien, que una colectividad se forme y se norme por sí, por un lado, y que sea, por otro, tendencialmente ordenada a la humanidad entera: he allí tal vez el contenido mínimo de esto que se llama izquierda.

Hace  falta  rectificar  aquí  nuestra  óptica  ordinaria:  vemos  1789  como  el  cumplimiento  de  una liberación, aunque debemos aprender a verlo como el surgimiento –después maduración– de una condición antropológica enteramente nueva. Esta condición está al fondo de aquello que Marx ha formulado: el hombre es el productor de su propia existencia social. Esto quiere decir también: la sociedad es la condición de la existencia humana y en ella está también el fin. Allí donde habían unidades discretas –individuos, si se quiere–  de entrada ordenados por una línea, un territorio, una autoridad, una sacralidad, allí, de algún modo, este individuo (este “cualquiera”) se metamorfosea en un átomo de la molécula social de la cual es a la vez producto y productor, agente y paciente, parte y todo.
Lo que aparece así no es extraño, esto va de suyo, al hecho de que este mismo hombre y esta misma sociedad sean las que, en el mismo momento –entre los siglos XV y XVIII– habían precisamente inventado la autoproducción como régimen general de civilización: por una parte, toda la ciencia moderna como autoproducción de modelos calculables (p. ej. no recibo más el resplandor de la luz, de la cual he construido la constitución y la velocidad), por otra parte, la riqueza que tiene su principio no en la acumulación sino en la inversión por la cual se produce más riqueza. Con estas dos herramientas se engendra propiamente la técnica: se inventa cómo producir una energía distinta a la dada (agua, viento, cuerpo humano y animal), por ejemplo la del vapor, de tal suerte que se consigue que las máquinas no sean solamente más potentes y productivas, sino que a su vez pongan a la vista otras formas de energía, y por tanto de producción.
 
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No se pone suficiente atención al hecho de que la revolución política y la revolución industrial y económica son una misma cosa: producir en lugar de reproducir lo dado. Producir, entonces, lo no dado, lo nuevo absoluto.
Lo que separa profundamente la derecha de la izquierda es que la primera, ante el nacimiento de la Producción absoluta, se empeña en transferir sobre sí los caracteres de lo “dado” (salvo en el caso de algunos atrasados de la aristocracia). Esta vez los donantes ya no tienen necesidad de ser dioses, sino que es la naturaleza trabajada por la ingeniosidad del hombre: él se da los medios de la Producción. En suma es el autoproductor por excelencia, incluso la Producción misma. Himno a la Ciencia, a la Industria y a la moneda fiduciaria.
Estas indicaciones sumarias podrían desplegarse y precisarse en un contexto más contemporáneo (basta con pensar la cuestión de las energías renovables o no, o en el control de las operaciones financieras: en breve, nuestro cotidiano). Lo importante aquí es más bien hacer la constatación siguiente: aunque la derecha haya de entrada devuelto la Producción a un don natural, y a menudo bajo cuidado sobrenatural (Dios bendice la productividad del hombre, aunque no la confunde con el secreto de su alma), la izquierda al contrario ha creído de buena fe –y de tal manera que a menudo se ha deshecho de Dios– que la humanidad se dona a sí misma. Ella saca de sí misma los medios de producir una existencia nueva.
Es por eso que hasta ahora al menos un criterio absoluto separa la derecha de la izquierda: el de la justicia. Pues la derecha la piensa como algo de algún modo ya dado –no perfecta, sin duda, pero disponible y perfectible. Está dada en las condiciones que la naturaleza y la sociedad lo permiten. Por esta razón, de manera perfectamente lógica, una gran parte de las luchas de justicia económica y social desde hace dos siglos ha consistido y consiste siempre en exigir que lo necesario (en salarios, en vivienda, en educación, etc) se determine en función de lo posible ofrecido por la producción: si es posible albergar, sanar, instruir, de tal manera, entonces se debe hacer. En esta dirección van todas las actitudes “progresistas”, “sociales”, “humanistas” (y la izquierda o la derecha, a veces, no se distinguen allí tan bien).


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Pero hay otra posibilidad en la mutación antropológica de la que hablamos. Y tal vez más que una posibilidad: una exigencia. Suponemos que la justicia consiste en permitir a todos y a cada uno (a todos por cada uno y recíprocamente) ser o devenir efectivamente el productor de su propia existencia. Al interrogarse sobre el valor del trabajo y sobre la porción de este valor (el “plusvalor”), Marx sólo tenía en vistas esto: el productor produce más que el producto, se produce a sí mismo como hombre. Y recíprocamente, ser hombre es producirse como tal. En este sentido Marx designa perfectamente el punto de la mutación: el hombre no recoge [relève] ningún dado (no más que la totalidad del universo).
El hombre sin embargo no es un producto, y tanto menos si es el productor. Se puede insistir aquí sobre todo en esta contradicción, o bien se puede preguntar si este no es precisamente el modelo del productor y del autoproductor (dinero, técnica –técnicas del dinero y financiamiento de las técnicas) que ha puesto a la izquierda en dificultad. Pues se ha intentado, con la URSS, una sociedad de la autoproducción y por tanto de la autorreproducción de un hombre que debe ser en efecto de parte a parte esto: un productor en su justo lugar. Pero por una parte esta sociedad reconstituyó sutilmente enormes desigualdades, y por otra parte –fenómeno ligado al anterior– de hecho separó profundamente la sociedad de una realidad distinta que era el consorcio militar, policial y político cuyo único objetivo era ser una potencia mundial. No es falso, sin duda, que Mao Tsé Tung haya querido evitar este riesgo al forzar, bajo el nombre de “revolución cultural”, una mezcla de todos en lo que habría de (auto)producir una sociedad verdaderamente distinta, justamente porque todos y cada uno serían subsumidos en un “pueblo” nuevo.
Pero aún así, y sin mencionar las violencias que este proceso desencadenó, se trataba de producir, de producir al Productor, y finalmente la Producción misma en tanto que verdad de la humanidad.
El Fascismo y el Nazismo han dado una versión un poco diferente, en la cual la producción está remplazada ante todo por una regeneración. En lugar de poner una suerte de surgimiento puro de la potencia productora, se remonta a una fuerza generadora. El gesto de derecha tiene siempre que ver con una donación anterior, un origen, una predisposición. El gesto de izquierda interroga el porvenir y sobretodo no se da nada por adquirido.


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Nada adquirido por la izquierda; por la derecha al contrario está adquirido lo esencial, el fundamento, el principio. La izquierda sin embargo permaneció de una doble manera tributaria también de una adquisición: por una parte el orden antiguo debía ser suprimido, por otra parte la producción o la invención delhombre (es decir del mundo mismo) implicaba al menos un esbozo, un esquema de aquello que se iba a hacer aparecer.
En lo que respecta a la supresión del orden antiguo, esta fue y es siempre pensada como la supresión de todas las dependencias. Es por eso que las grandes palabras de la izquierda han sido libertad, emancipación, fin de la alienación. Se agrega inmediatamente la igualdad, sin la cual la idea misma de humanidad y de colectividad no tendría sentido. Pero el camino hacia la igualdad pasa por la emancipación (retengamos esta palabra, la más recurrente aun hoy día en los discursos de izquierda). La idea de la emancipación tiene la ventaja de poner bien el acento sobre el hecho de que se trata de salir de un estado de tutela, de dependencia (era en Roma un acto jurídico por el cual un amo podía soltar al esclavo fuera de su servicio y dejarlo libre). Se mide fácilmente la importancia de esta idea cuando se piensa en todo lo que han atravesado los movimientos de las “nacionalidades” en el siglo XIX después de todas las independencias de las ex-colonias, al igual que si se recuerdan las emancipaciones del arte, de las costumbres, de los pensamientos que han marcado el siglo XX.
Sin duda se llega también, en el siglo XXI, a lo que se podría denominar una dominación ideológica de la emancipación en la cual, de manera más bien paradojal, la emancipación puede jugar tanto en contra las opresiones políticas y económicas como a favor de un individualismo consumista cuyo cuadro ya está dibujado.
Una vez destituidos los tiranos o los amos tal como se los identificó claramente en 1789, otros amos y otras tiranías, no menos poderosas, han tomado su lugar.
La izquierda descubre que ha terminado con las emancipaciones más visibles: las que procedían de realidades dadas como la Iglesia y como la explotación abierta del trabajo. Pero las ve volver precisamente allí donde ella ponía su esperanza: en unos “opios del pueblo” bien distintos –de los cuales forma parte la repetición incesante del himno a la emancipación (la “democracia”, los “derechos del hombre”)– y en los recursos inagotables que encuentran juntos el capitalismo y la técnica para incrementar el rendimiento de los recursos, de los cuales algunos se llaman “humanos”. Que se piense en un niño condenado, en la India, a un trabajo agotador y apenas remunerado, o bien en un mando intermedio en Francia que cede a la presión de un management siempre más tenso: en cualquiera de los dos casos, esto puede conducir al suicidio, y  en  cada caso  esto define la existencia como  pura desesperanza.

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“Desesperanza”, “desasosiego”, son las palabras que dicen hoy en día la tonalidad mayor de la izquierda que querría todavía serlo pero que ya no lo es, por las razones que ya he dicho.
Pero resalta entre estas razones un argumento muy fuerte –no para reactivar o renovar la izquierda, como se hace desde hace dos siglos, sino para poner la sencilla pregunta siguiente: si no se trata solamente de “emancipar” a un “hombre” del cual pensamos discernir la forma, y si no se trata solamente de identificar este “hombre” con el producto de una autoproducción, ¿de qué se puede tratar?
Tal vez de pensar de otro modo que según el “hombre”. “El humanismo no piensa lo bastante alto la humanitas del hombre” escribe Heidegger, y Levinas exige un “humanismo del otro hombre”.* Deleuze habla de “devenir mujer, animal, imperceptible”.* Derrida afirma: “El hombre es desde siempre su propio fin, es decir, el fin de lo suyo propio”.[1] Es de allí que se inicia la vía que se trata de abrir verdaderamente en el presente.

A pesar de todas las precisiones que contienen, de lo que carecen los pensamientos del hombre –los “humanismos”, como se dice (por lo demás, se suele usar esta palabra en singular, con certeza de saber qué es el “hombre”)– es de comprender que la moderna mutación antropológica y metafísica es la mutación que repone al hombre enteramente en sí mismo y que por añadidura le repone la totalidad del mundo o de los mundos.
No es que el Hombre sea alguna potencia dada a la cual someterse o confiarse: ya se ha probado su capacidad de destruir, humillar, matar de hambre, aplastar toda existencia, humana o no, que no responda almanagement siempre más tenso de esta Producción que no pretende más que ser, con molestia y mala conciencia, la producción de algo así como un “humano feliz” o un “hombre total”.
Pero es justamente así que el hombre se repone a sí mismo: se le aparece al fin, de manera clarísima, que ni un “adiós” en el más allá, ni la producción de una totalidad final, pueden representar el sentido de una existencia que precisamente hace sentido en tanto que existe, y que las existencias, todas las de todos los entes del mundo, coexisten: en su sola coexistencia reside el sentido del mundo. En ninguna otra parte.
El hombre es aquel ente por el cual de ahora en adelante, con todas las otras posibilidades de sentido abolidas o condenadas a ser gesticulaciones arcaicas (ya se trate de “espiritualidades”, o de “ascetismos”, o de “heroísmos”), su sentido deviene integralmente su existencia y el sentido del mundo entero deviene su existencia –animal, vegetal, mineral, sideral.
Pascal ha conocido esto gracias a la vivísima sensibilidad que tenía por la mutación ya en curso. Dijo: “El hombre supera infinitamente al hombre”. Esto quiere decir: el hombre no es ni la criatura de Dios ni su propia creación (si se me permite glosar a Pascal de esta manera). Es infinito en acto o si se prefiere, es la expresión o el testigo de este infinito en acto que llamamos “el mundo”, incluso “los mundos”, es decir del hecho elemental y vertiginoso de que hay esto que hay, y que nosotros estamos allí.
Se podría decir: la derecha remite a los órdenes, a las cosas dadas y a las coacciones bajo las cuales podemos jugar uno u otro juego de la producción –es decir, realmente de la reproducción de las coacciones hasta el agotamiento del juego, autoproducción de la riqueza y de la técnica hasta revelar que el infinito, en este caso, es reemplazado por lo indefinido, lo nunca suficientemente finito, la necesidad de tener necesidades depuradamente articulada con el mantenimiento cínico de la pobreza, que carece tanto que está más acá de la necesidad, en la miseria necesitada.
La izquierda es verdaderamente lo que es cuando comprende que la derecha se rehúsa a considerar que estamos allí, que el mundo está allí, para afirmar al contrario que hay coacciones naturales o sobrenaturales y que al utilizarlas a lo mejor se puede jugar el juego de una emancipación que no es de hombres sino de mecanismos de producción indefinida.
La izquierda es verdaderamente lo que es cuando dice: estamos allí, el mundo está allí, no hay dado nada más que esta espacialidad del “estamos”. “A la izquierda” quiere decir entonces sin el saber: estamos allí, el mundo está allí, nada más está dado. En un sentido, no hay emancipación que buscar porque no hay dominación dada –esto no quiere decir que no haya todo lo que sabemos de tiranía, de arbitrariedad, de explotación, sino que nada de todo esto se funda en alguna necesidad de que esto sea. Pues de necesidad esto no tiene nada: el hecho de que el mundo exista y el hombre en él no es una necesidad. Es una oportunidad, un riesgo, el juego de los dados lanzados por un niño, como decían los griegos. Incluso –y tal vez sobre todo– para las teologías, la existencia (la creación) del mundo no es ni puede ser una necesidad, bajo pena de negarse como teología.

9*
Es entonces sólo a condición de no reconocer ninguna cosa dada ni ninguna necesidad, y al mismo tiempo a condición de renunciar a una Producción del Hombre y del Mundo, que la izquierda puede asumir su sentido de origen: el lado de lo que no entrega ni seguridad ni fundamento. El lado del mundo que viene a descubrirse simplemente como su propio sentido, ni producible ni apropiable, sino “superando infinitamente” todo lo que nos representamos como “sentido”.
Se encontrará, seguramente, que estamos muy lejos de la cuestión “derecha/izquierda” y que todo ha empezado a evaporarse en las brumas metafísicas. Pero justo ahí está el punto: la división [partage] derecha/izquierda no ha sido simplemente el punto de partida de una nueva política, ni de una nueva sociedad, moral, etc. Ha expresado una realidad mucho más profunda, no un progreso o un retroceso de la historia sino la apertura de otra historia, una que no procede de ningún germen dado y que no tiene nada de fruto necesario, sino que repone al mundo –cosmos, naturaleza, fuerzas y formas– completamente bajo la responsabilidad del hombre en tanto ser indeterminado, indefinido, capaz tanto de transformarse en producto y en “valor agregado” como de sobrepasarse infinitamente a sí mismo más allá de todo producto y de todo valor, en un deslumbramiento de sentido.
Por más poco práctico y poco realista que parezca, es la verdad: o bien la “izquierda” comenzará a preocuparse del “sentido”, o bien no habrá ni derecha ni izquierda sino variaciones sobre el tema de la producción, que terminará por ser producción de la nada. Pues jamás el sentido se produce: tiene lugar, pasa, sucede [se passa]. Y se pasa no entre derecha e izquierda, indiferentemente; no: abre la diferencia de dos lados, a partir de la cual hay que orientarse y por consecuencia elegir.




* “Gauche/Droite”, publicado originalmente en el sitio Strass de la philosophie(http://strassdelaphilosophie.blogspot.com/2013/05/gauchedroite-texte-de-jean-luc-nancy.html). Agradecemos al profesor Jean-Luc Nancy por autorizar la traducción de este trabajo, y a Jean-Clet Martin, quién mantiene “Strass” y trasmitió nuestra petición al autor. 

* Hay traducción al español. Cfr., Levinas, E., Humanismo del otro hombre. México D. F: Siglo XXI, 1974 [N. del E.]
* Acerca del “devenir animal” y el “devenir mujer”, Cfr. Deleuze, G. & Guattari, F., Mil mesetas. Valencia: Pre-Textos, 62004. Traducción de  José Vázquez Pérez [Mil plateaux (capitalisme et schizophrénie). Paris:  Les Editions de Minuit, 1980]. Aquello, que toca incluso al “devenir minoritario”, encuentra un lugar más temprano en Kafka. Por una literatura menor. México, D. F.: Ediciones Era, 1978 [Kafka. Pour une littérature mineure. París: Les Editions de Minuit, 1975). [N. del E.]

[1] Derrida, J. Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra, 1994, p. 171.Traducción de Carmen González Marín [Marges de la philosaphie. Paris: Les Éditions de Minuit, 1972, p. 161].

* En la edición virtual, a partir de la cual esta traducción se ha llevado a cabo, este acápite se encabeza con el número “10”. Jean-Luc Nancy nos ha indicado que la ausencia del “9” se trataba de un simple error. En virtud de esta indicación hemos enmendado el correlativo. [N. del E.]

ACERCA DEL ENTREVISTADO: 
Jean-Luc Nancy es uno de los filósofos franceses más importantes e influyentes del presente siglo. Actualmente es profesor emérito de filosofía en la Universidad Marc Bloch de Estrasburgo. Entre sus principales obras se destacan Être singulier pluriel y La communauté désoeuvrée.

Fonte: Escrituras Aneconómicas

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